TÍPICA HISTORIA DE AMOR
En uno de estos tristes parques de la ciudad, una pareja muy joven estaba en uno de esos bancos metálicos teñidos de verde, carcomidos por el tiempo y repletos de mensajes carentes de significado para muchos –Te amo, María. Atte. Tu gordo.—, pero que simbolizan todo para otros, los que se sentaban a comerse a besos en aquel banco, como la pareja que se miraba intensamente a los ojos en ese instante. Era un parque triste porque no había un solo niño riendo, ni un solo niño corriendo entre las hojas, lo que era de entenderse porque se hacían más de las siete y el lugar estaba pobremente iluminado, las cadenas que solían sostener los columpios estaban rotas y la rueda había sido arruinada por uno de esos grupos de antisociales que abundan por allí.
Hacía ya varias horas que habían salido del colegio, aún llevaban el sello del liceo en sus chemises color beige, pero el tiempo era un factor sin importancia en los días de amor. Una fría brisa arrancaba las hojas más débiles de los árboles, la gente suponía que era el otoño; el chico le ofreció su chaqueta a la chica, ella sonrió y él le colocó su prenda sobre los hombros, la acercó hacía sí y rozó apenas sus labios contra los suyos. Un gato negro se acurrucó bajo el banco, pero nadie lo supo.
El chico había gastado todo su verano pensando en ella y trabajando en la tienda de su padre. La chica lo pasó en la playa. Él la llamó varias veces, pero ella pocas veces estaba en casa, los padres de la chica trataron, inconscientemente, de alejarlos, pero la pasión adolescente pudo más. Se escribieron una que otra carta, pero ninguna podía catalogarse como de amor porque ninguno se dijo “te amo”, o por lo menos así pensaba ella.
La montaña suspiraba brisas heladas poco comunes en el trópico, quizá a algún espectador indiscreto que se asomó por alguna ventana cercana le pareció que el viento gélido que brotaba de la montaña era un curioso juego del destino para que los chicos se acercaran un poco más y compartieran un cigarrillo. Las palabras estaban de más, todo podía ser dicho con una mirada. La chica sonrió, pero sus ojos se entristecieron.
-- Ya es hora de irnos – rompió el silencio al terminar de contemplar los últimos destellos del atardecer otoñal.
El chico suspiró, pero no replicó nada, sabía que debía llevarla a casa antes de que se hiciera más tarde. Por su parte, no le importaba un regaño de su madre o un castigo de su padre por llegar tarde pero debía cuidar de su novia.
Caminaron tomados de las manos, él le besaba el cuello, cruzaban las calles sin apenas ver a los lados. Una fría brisa como un cuervo volando sobre ellos, los hizo detener en medio de una calle solitaria. Una camioneta de esas de más de 10 años sin luces, a 120 kilómetros por hora. Hubo gritos, litros de sangre regados por el asfalto, visceras de mujer esparcidas por la camioneta y lágrimas de hombre sobre ella.
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