lunes, 11 de julio de 2011



No es que esta entrada necesite realmente una explicación, pero se las daré. 
Primero, lamento haber estado tanto tiempo inactiva. De hecho, he estado escribiendo, poco, pero algo hay. Esto fue algo que tiene como tres meses cocinándose. Sé que no es fabuloso ni nada, pero es sincero. No se trata de mí, y tampoco estoy buscando un cambio social, sólo retrato una realidad. Me costó mucho, me costó mucho reconocer mis sentimientos acerca de este cuento. Traté de que fuera lo más neutral posible. Espero que nadie se sienta aludido, no está inspirado en alguien en particular.

Experimento de vida número 2
Memorias de una gorda
Las lágrimas de vergüenza y ansiedad le recorren los ojos para caer en sus mejillas rechonchas. A veces ella se imagina que sus lágrimas son grandes gotas de grasa y que si llora mucho perderá suficiente peso como para ser una chica de portada de revista. También imagina que los lamentos queman 100 calorías por hora. A pesar de querer perder peso, ella saca de la nevera un helado gigantesco, abre el envase y hunde la cuchara más grande que consiguió en aquella mezcla de azúcar, hielo, grasas trans y chocolate. Engulle los inmensos bocados a una velocidad increíble, Tatiana come como si alguien vendrá a robarle toda la comida de la alacena o como si fuera una animal preparándose para hibernar. De quinientas en quinientas entran las calorías por su boca, ni siquiera llega a sentir el  sabor, sin disfrutarlo.
Ahora llora con las películas románticas y empieza a perder la esperanza. Piensa que nunca le sucederá algo especial.
Antes de llegar a la cocina hay un espejo y Tati siempre lo evita a toda costa. No entiende cómo se le pudo ocurrir esa idea tan terrible a su madre. Pero ese día lo hizo, se miró en el espejo y estudió cada centímetro de su cuerpo (y ella sintió que se hicieron infinitos). Se observó como aquella vez a los trece años, cuando Tatiana comprendió que ella no era como las demás chicas de su clase. Entendió que el bendito niño del que se enamoró platónicamente, no le iba a corresponder porque su trasero no entraba en un jean talla cuatro. Claro, Tatianita no lo supo sino después de estudiar la superficie de las chicas de las revistas y de sus compañeritas de clase. Le tomó una hora frente al espejo, recopilar todas las imágenes que la televisión y las revistas le enviaban y comprobar que su figura no era precisamente un esbelto reloj de arena. Sus huesos no aparecían debajo de su piel. Ahora entendía porque le costaba conseguir ropa y porque sus curvas no podían atravesar la multitud y llegar hasta el final del estrecho pasillo del autobús.
Tatiana siguió observándose, como no lo hizo durante siete años de vergüenza. Se levantó la camisa y observó su vientre inflado y redondeado. Ochenta y cinco centímetros de cintura, noventa y cinco kilos en toda su anatomía y una talla veintidós en la etiqueta de sus pantalones.
Las lágrimas seguían brotando y de las memorias salían las burlas de la gente en la calle. “Gorda, aquí hay más comida”, gorda, gorda, gorda… Empezó a sentir asco de sí misma. Por años había tratado de ignorar su anatomía para evitar mayores penas, pero hoy no pudo evitarlo y ahora se juzga frente al espejo, con el maquillaje corrido y con la esperanza muerta. “¡Gorda, a que no pasas por acá!”, “Tati, estás más gorda, ¿no has pensado en hacer dieta?”.
Todas esas frases le rondan por la cabeza y la atormentan. Se burlan, en el trabajo, en la familia, sus amigos. ¡Todos la culpan! Tatiana se siente acorralada por fantasmas toma el cuchillo, no sabe si para cortar un pedazo de torta o para trazar líneas delgaditas sobre sus muslos.

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